Lo confieso sin rodeos. Para mí, Vladimir Putin, nunca ha sido un presidente fiable. Y no lo ha sido porque siempre he estado plenamente convencido que no se puede esperar nada bueno de un presidente que se ha formado en el KGB de la época soviética, que se inyecta botox como un cantante trasnochado de boleros y que, además, pasea a caballo con el torso desnudo por la taiga para acreditar su virilidad de macho alfa.
Y el tiempo me ha venido a dar la razón, tras la invasión de Ucrania, ordenada por este personaje siniestro, megalómano, insensible y hortera.
Lo que está ocurriendo en Ucrania, como muchos han destacado ya, no es una guerra, es una invasión injustificada, inhumana y abusiva de un país soberano por parte de una potencia, que a estas alturas del siglo XXI quiere mantener sus ensoñaciones imperialistas, sin el más mínimo respeto a las normas internacionales y mediante el uso apabullante de su gran maquinaria militar. Es la razón de la fuerza, no la fuerza de la razón. Porque los tiranos, los dictadores, los déspotas como Putin siempre se han situado más cerca sinrazón de la violencia que de la inteligencia para alcanzar sus objetivos.
Este escenario lamentable en el que ahora nos encontramos también ha propiciado algunas consecuencias positivas que creo que debemos destacar. Para mí, la primera ha sido la lección de dignidad, de decencia moral y de patriotismo que nos ha dado el pueblo ucraniano, tras la invasión rusa. Resulta ejemplarizante el comportamiento que están teniendo los ciudadanos de esta república de la Europa del Este, unos permaneciendo heroicamente en el país y otros regresando para defenderlo, sin temer la superioridad armamentística de los rusos.
Y no menos positiva es la respuesta que están dando las naciones limítrofes como Polonia para acoger a los refugiados ucranianos, con unos niveles de generosidad y solidaridad hasta ahora desconocidos. Frente a las alambradas, la incomprensión e, incluso, la violencia, vistas en recientes crisis migratorias, ahora resulta conmovedor el comportamiento que están teniendo todos los países de la región, incluidos algunos como Hungría, que nunca fueron particularmente acogedores con las personas que en su momento se vieron obligadas a huir de sus países de origen por culpa de un conflicto bélico.
Todas las instituciones europeas – este es otro efecto positivo- se han visto igualmente, primero sorprendidas y luego sacudidas por la invasión, abandonando su modorra tradicional y generando, por primera vez, una respuesta común, coordinada y contundente, no sólo en el ámbito económico, sino también en el militar, con el natural protagonismo de la OTAN, otra organización europea que no siempre ha actuado con los reflejos y el vigor necesarios en este tipo de situaciones.
Finalmente, hay que anotar asimismo los efectos positivos que la invasión putoniana (con perdón) ha tenido en el lado socialista del Gobierno de España, porque el lado podemita sigue donde ya estaba, es decir, en el apoyo al imperialismo belicista de Rusia.
Como es sabido, la unanimidad internacional, el desarrollo de las acciones militares, la brutalidad de las tropas rusas, el creciente número de bajas, también civiles, y la cerrazón de Putin, han hecho que el presidente Sánchez y su Gobierno, hayan llegado a comprender la gravedad de la situación y la inoperancia de las acciones diplomáticas, acordando el envío de armas ofensivas y de tropas a Ucrania, lo que no es moco de pavo, teniendo en cuenta el pacifismo bobalicón que es marca de la casa.
En todo caso, a pesar de todo, me ratifico, Putin, ¡puaf! o si lo prefieren, ¡qué asco!
Ángel María Fidalgo