Todos los nacidos en la ciudad bimilenaria, además de los que han visto las primeras luces en el resto de enclaves urbanos o rurales de este país, que todavía se llama España, estamos asistiendo, entre atónitos y emocionados, a la loca carrera emprendida por los próceres autonómicos para aplicar la bajada más espectacular de impuestos, en sus respectivas demarcaciones o virreinatos.
En un primer momento, parecía que, con este frenesí de recortes fiscales, sus promotores, solo trataban de captar para sus territorios inversiones empresariales foráneas, lo que es legítimo y hasta muy saludable en tiempos de recesión económica, como los que se avecinan. Pero este inicial y económico planteamiento, no tardó en adquirir otras dimensiones cuando los más espabilados de la clase (política) se dieron cuenta de la rentabilidad electoral de estas medidas, ante la proximidad de las elecciones municipales y autonómicas.
Entonces todo cambió de forma tan urgente como radical. Se inició la carrera y se fueron sucediendo las caídas del caballo, como la de Pablo, camino de Tarso. La caída más espectacular la protagonizó, sorpresivamente, un cualificado barón socialista, que de su inicial y firme oposición a cualquier rebaja fiscal pasó, en pocos días, a lo contrario, un hecho que, además de contrariar al Gobierno, dejó transitoriamente al Ejecutivo con el culo al aire hasta que sus asesores áulicos, en un alarde de ingenio terminológico, encontraron la fórmula mágica para disimular la incoherencia: no habría rebajas generalizadas sino selectivas, y las grandes fortunas nunca dejarían de ser las principales víctimas propiciatorias de su voracidad fiscal, como exigen las esencias ideológicas del partido.
Es decir, que la cercanía de las urnas y los miedos electorales de algunos barones socialistas fueron propiciando una cascada de decisiones prodigiosas con las que algunos ciudadanos van a poder aliviar sus economías domésticas, gracias a la aprobación de ajustes fiscales , que hasta hace unos días iban a ser al alza y que ahora van a ser la baja y no solo en algunos enclaves autonómicos sino con un carácter general porque se ha incorporado al grupo de rebajadores el lehendakari vasco al que, como es sobradamente conocido, no le tose ni Rufián en sus tardes más delirantes.
Habrá que estar atentos a la pantalla en las próximas semanas para contemplar qué nuevos prodigios nos va proponiendo nuestra bien amada -y pagada- clase política para garantizar y/o alcanzar sus expectativas electorales. Si se me permite, quisiera expresar, eso sí, que a mí estos volantazos tan radicales como imprevistos de los políticos me siguen causando un cierto desasosiego porque en mi arraigada inocencia sigo pensando que siempre debería pesar más el bien de los ciudadanos que las conveniencias o estrategias electorales de los partidos, y estos acontecimientos recientes vienen a demostrar, justamente, lo contrario.
Se habla con frecuencia del desafecto que muchos ciudadanos sienten hacia los políticos y la actividad política. Pues bien, tal vez, la razón de ese descrédito se pueda encontrar en situaciones como la que ahora estamos viviendo en la que lo que hoy es blanco, mañana puede ser tinto y al día siguiente no tener color, como el vino que tiene Asunción. En todo caso, si usted pertenece a la sufrida y exprimida clase media, dese por jodida, porque solo le van a llegar las migajas de los recortes aprobados, en el mejor de los casos.
Ya hay amplios sectores de la población en los que existe la percepción de que los políticos unas veces nos engañan y otras no nos dicen la verdad. Y esto no es bueno porque, mientras no se demuestre lo contrario, a pesar de todos sus defectos, que no son pocos ni irrelevantes, los servidores públicos son elementos esenciales dentro nuestro sistema democrático, que sigue siendo el mejor para garantizar las libertades y el estado de bienestar del que disfrutamos, por cierto, gracias al pago de unos impuestos que los ciudadanos asumen con responsabilidad cuando están convencidos de que aquellos se invierten en la mejora de los servicios públicos y no en el mantenimiento de estructuras administrativas mastodónticas.
Angel María Fidalgo