A últimos de enero murió en Madrid Policarpo del Boeza, filósofo de la vanguardia y el olvido, de la vida y la muerte, de la transgresión modesta y de la felicidad que huye. Policarpo López Fuseros (que ese fue su nombre civil) había nacido en 1951 en el barrio de Puente Boeza de Ponferrada, y su infancia fue la de los niños de su tiempo y de su país: jugó a las pedreas y al fútbol; merodeó por las vías del tren; robó frutos por los huertos; espió a las niñas cuando atravesaban campos y frondas y gozó de los mimos que aportan las madres buenas del Bierzo, en su caso con el toque austero y callado que es propio de las mujeres que vinieron del monte. Porque Policarpo del Boeza era hijo de un matrimonio de pastores de las faldas de Gistredo que se instalaron en la ciudad, donde abrieron una tienda de ultramarinos con la que, extrañamente, triunfaron poco.
Policarpo estudió en el Instituto Gil y Carrasco y allí descubrió su pasión por la filosofía. Pronto llegó a ser el mejor alumno de aquella ciencia, el más intuitivo y minucioso; y de su amor por los pensadores griegos le brotó la idea de ser filósofo él también y dedicarse al saber más profundo y revelador. Policarpo quería elevarse hasta las fronteras últimas del ser y de la nada, y poco después también ideó cambiar de nombre. Y así como hay un Zenón de Elea, un Pitágoras de Samos o un Tales de Mileto, él decidió ser Policarpo del Boeza, nombre que hizo público un año después, ya siendo un avezado estudiante de filosofía en Salamanca, donde pudo ir gracias a una beca. Y si eligió como apelativo el río Boeza, también ponferradino pero más olvidado que el Sil, fue porque Policarpo había nacido en la barriada periférica por la que pasa el Boeza bajo el puente Mascarón, tan unido a la memoria primera del estudiante. El puente Mascarón siempre fue para Policarpo el lugar perfecto para reflexionar sobre la célebre metáfora del filósofo griego Heráclito de Éfeso. El que nos reveló que uno no se baña nunca en la misma agua. Aunque el río sea el mismo.
La carrera universitaria de Policarpo, la que él tanto acariciara, se truncó, sin embargo, en su segundo curso en la universidad, algo por completo inesperado y también absurdo. Porque se cuenta que sintió tal emoción y vértigo al tener a su alcance en la biblioteca de la facultad todos los textos capitales de la filosofía que no fue capaz de asimilar tanto gozo. Quería leer muchos libros a la vez y cuanto antes, y asimilarlos bien, a toda velocidad, y de ahí ya pasó a sufrir una ansiedad angustiosa y paralizante, una hiperactividad indomable que lo fue privando de cualquier concreción y fruto. Y aunque Policarpo del Boeza visitó a una psiquiatra famosa de la ciudad, Adosinda Peláez, especializada en casos raros como el suyo, e incluso peores, no fue capaz de librarlo de su perturbación creciente y de sus anhelos desbordados.
Sufrió mucho Policarpo entonces, se vino abajo. Se quedó flaco como un palo, perdió cualquier atisbo de alegría -que tampoco era uno de los rasgos más marcados de su carácter- y naufragó en la facultad de un modo tan extraño y cruel, que despertó la tristeza y la consternación en todos sus compañeros. Aquellos hombres y mujeres que tanto habían alabado su brillantez y su vocación; su talento definitivamente roto en el altar de las prisas.
Deprimido y anegado en un mar de suspensos, Policarpo del Boeza perdió la beca al finalizar el curso, y abandonó la facultad. Pero como, con todo, era un hombre luchador, abrió una pequeña academia en la calle Bordadores y se dedicó a preparar alumnos para el examen de la madurez del preuniversitario. Años después, cuando esa prueba académica desapareció, se quedó sin tarea aunque quiso la providencia que sus padres fallecieran por entonces. Heredero e hijo único, vendió la casa familiar de Ponferrada, guardó el dinero, y se puso de pupilo en la casa de una patrona en el barrio de La Placa. Sin oficio Policarpo, y gastando con mucho cuidado su dinero, se dedicaría a partir de entonces a dormir mucho, a pasear por las afueras en horas de poca afluencia de gentes, y, en los fines de semana, a pronunciar discursos espontáneos, cultos y libertarios en el bar El Bodegón y en la sociedad de socorros mutuos La Obrera.
Fue por entonces, -estoy hablando de la mitad de los años 80-, cuando muchos bercianos conocimos a Policarpo del Boeza. Vivía él entonces una época relativamente tranquila, en la que, aparte de sus discursos por los bares, acometió su gran teoría sobre la Disolución General del Mundo y de las Cosas. Teoría que explicaba con un innegable y heterodoxo encanto. Y fue también por entonces, y gracias a su amistad con un alto cargo del ministerio de Cultura que había sido antiguo condiscípulo suyo en Salamanca, que Policarpo del Boeza consiguió una ronda de conferencias provocadoras por el Cono Sur que acabó con una gran bronca seguida de una pelea de todos contra todos en el consulado español de Montevideo.
Vino luego un tiempo muy duro, en el que el filósofo berciano volvió a las depresiones. Pero en medio de aquel marasmo de soledad y fracaso, Policarpo del Boeza aún tuvo un rapto de sensatez que le llevó a buscar un trabajo, el que fuera. Y tuvo la suerte de encontrarlo pronto, como oficinista interino en el matadero municipal.
Retirado definitivamente como animador de la cultura, Policarpo fue apagándose poco a poco, algo muy triste para quien llegó a ser el hombre más brillante de su pequeña generación. Yo hacía muchos años que no sabía nada de él, y ahora acabo de conocer el final trágico, aunque previsible, de este paisano que no se supo llevar bien con la realidad, algo que no deja de ser un valiente galardón, un oscuro mérito.
CÉSAR GAVELA