El idioma español tiene más atacantes que defensores. Esta es una evidencia que no discuten ni los niños educados con la ley Celaá, que ya es decir. Entre los atacantes más cualificados se encuentran, naturalmente, los vascos y los catalanes que consideran que la lengua de Cervantes debe ser proscrita en sus respectivos territorios, con la misma celeridad y contundencia que el virus de la Covid 19, como condición indispensable para poder acceder a sus respectivas ensoñaciones de independentismo republicano (o de república independiente, que nunca me acuerdo como es la cosa).
Luego, en ese mismo bando de contrarios, están los que agreden al castellano, marginándolo mediante un uso desmedido, pedante e innecesario de la lengua de Boris Johson, el premier británico de tan rabiosa actualidad estos días, aunque no tanto por su brillante gestión de la pandemia como por la organización de fiestas indecorosas y alcohólicas.
Parece que si en nuestras conversaciones habituales, en los negocios, en la publicidad, en la gastronomía o en el turismo no introducimos de vez en cuando, vaya, cada dos por tres, un término inglés para denominar actividades o productos o tecnologías, no estamos en la vanguardia de la modernidad o en el dominio de lo más avanzado.
Es cierto que, desde siempre, todos los idiomas han sufrido la colonización y la contaminación de otras lenguas. De hecho, la Real Academia Española se fundó, en 1713, entre otras razones, para responder a la preocupación expresada por parte de muchos intelectuales por el uso excesivo de términos franceses en nuestra lengua, que se registraba en ese momento.
Pero es que lo que ahora está ocurriendo aquí no es una colonización razonable de nuestra cultura por parte de la cultura anglosajona sino un creciente y excluyente dominio de ésta, sobre todo, en lo que a la lengua española se refiere, lo que, bajo mi punto de vista, es un sinsentido.
Por ello, como todavía no es demasiado tarde, creo que deberíamos intentar salvar nuestro patrimonio cultural e idiomático, que tiene tantos valores y merecimientos como el que nos tratan de imponer los apóstoles de la falsa modernidad con la inestimable colaboración de muchos medios de comunicación y de las redes sociales.
Como es natural, no planteo la conveniencia de acciones heroicas, como morder en el colodrillo a aquellos que utilicen en un momento dado términos como briefing, e-mailing, banner, branding o target; se trata, simplemente, de llegar a la conclusión colectiva y comprometida de que, en la mayoría de los casos y situaciones de nuestra existencia pandémica, lo que se dice con términos ingleses lo podemos decir, exactamente igual, con palabras españolas, sin poner en riesgo nuestro reputación intelectual, social o profesional.
Porque claro, si al acoso idiomático de los independentisas unimos los excesos de los apasionados del inglés y el papanatismo de aquellos que últimamente están incorporando a nuestra lengua `palabros´ como gripalizar la pandemia, ayusizar la gestión política o teslizar los vehículos, entonces si que podemos proclamar a los cuatro vientos que nuestra lengua tiene menos futuro que un submarino descapotable, durante un temporal marítimo.
Ángel María Fidalgo