A todos, quien más quien menos, nos gusta nuestra casa. La mayoría de nosotras y nosotros, debido al vertiginoso estilo de vida que occidente nos ha impuesto, salimos allá fuera con el estrés como aliado indeseado, corriendo de aquí para allá, entre atascos, colas en el supermercado, agobios en el trabajo, discusiones con el del coche de adelante, o con el del coche de detrás, o con el del coche de al lado, que más da, la cuestión es discutir, decir cuatro improperios, que se va a pensar ése, hombre, ponerse así por no poner el intermitente, la madre que lo parió…en fin, que al final del día, lo que más nos apetece es llegar a casa, a nuestro pequeño, en mi caso no llega a 70 metros cuadrados, reducto de paz y tranquilidad. Cuando llegamos a casa nada más abrir la puerta nos invade ese olor cálido a hogar, a refugio, a oasis del tiempo donde los segundos se convierten en minutos y los minutos nunca son demasiados. Claro que, para que tu casa sea hogar, para que esté todo ordenado y limpio y te puedas tomar el café en el sofá o en el butacón, hay trabajo detrás, todos lo sabemos. Aquí todos hemos barrido, hemos fregado el suelo, los cacharros, hemos vaciado los ceniceros en el cubo de la basura y los hemos limpiado, hemos bajado a tirar la basura, limpiado cristales, baños, muebles, lavado la ropa y la hemos tendido… y un largo etcétera de pequeños quehaceres que salvaguardan la dignidad de nuestro hogar y nos hacen su estancia en él muy, muy, muy pero que muy placentera.
En mi caso tengo suerte. Tengo una novia que es muy ordenada y muy limpia, y me enseña
disciplina en el noble arte de limpiar y dejar la casa impoluta y ordenada. Y eso que tenemos dos
perros y una gata, así que se podrán imaginar la cantidad de pelo que anda por ahí pululando cada día. Pero, como dice ella, con organización y una balleta podemos conquistar el mundo. Incluso cuando salimos a pasear con los perritos nos llevamos una botella con agua mezclada con un poco de lavavajillas para limpiar los pipís de nuestra “hija” y nuestro “hijo”. Con el pequeñín no hay problema, ya que mea mucho pero en muy poca cantidad. La grande ya es otro cantar, mea poco pero cuando mea son riadas las que bajan por la acera abajo y, claro, por un puro sentido del civismo uno tiene que, ya no llevar la fregona y el cubo del agua a cuestas, pero sí llevar algo con lo que atenuar el efecto del ácido úrico de nuestros cánidos acompañantes. Y si llevamos agua para el pipí, también llevamos bolsas para el popó, faltaría más.
Como ésta es una columna de opinión ustedes se estarán preguntando a qué “carajo” viene toda esta disertación sobre nuestras casas y nuestras mascotas. Hace ya tiempo que quería escribir sobre algo que siempre observo en el día a día que vivo en las calles de la ciudad que habito. Y no es algo achacable a esta ciudad, sino que creo que es algo achacable a todas las ciudades, ojalá me equivoque, de, como mínimo, toda la geografía española. Si uno interpretara lo que ve a diario como si viviera en la cara oscura de la vida pues pensaría que los humanos estamos condenados sin remedio, pero como uno prefiere vivir y mirar al lado brillante de la vida, creo firmemente que son los pequeños detalles los que nos pueden redimir como especie y como habitantes de un planeta llamado tierra, uno de los miles y miles de millones de planetas que existen en el multiverso. Con pequeños detalles me refiero, por ejemplo, a vaciar de agua la cisterna del baño cuando termines de hacer uso de él, que seguro que en tu casa lo haces pero también hay que hacerlo en los baños públicos. Me refiero también a que, si eres fumadora o fumador, cuando acabes de echarte ese cigarrín que tanto te gusta no lo tires a la calle, sino que lo apagues y lo tires en la papelera más cercana, que si hay rebajas, ¡yupi, rebajas!, no dejes la ropa que te pruebas tirada en cualquier rincón, que no tires por la ventana del coche la lata de coca-cola que te acabas de beber, que sonrías a la gente con la que te cruzas de camino al trabajo, que si ves un cartón en el suelo lo recojas y lo deposites en su respectivo contenedor, que des las gracias, que nunca se dan suficiente, que digas buenos días, que le digas a tu chico, o a tu chica, lo mucho que l@ quieres, que pidas perdón al del coche de al lado por no poner el intermitente… en fin que podría estaría llenando esta columna de pequeños y pequeños detalles con los que se podría construir toda una torre de babel. Pero la verdad es que todo se reduce a una cuestión muy simple: basta con pensar que nuestra ciudad, nuestro país, nuestro continente y nuestro mundo es nuestra casa, y que para que sea nuestro hogar tenemos que trabajar, tenemos que tirar de esos pequeños quehaceres que que dignifican nuestro entorno y que, con el tiempo, seguro que nos harán la vida muy, muy, muy pero que muy placentera. Ya lo decía no se quién: vivimos en un hogar llamado mundo así que ya saben, con organización y poco más que una balleta, podemos cambiar el mundo en que vivimos y convertirlo en nuestro cálido y tranquilo hogar.
Nuestra casa
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