Mi mayor tesoro de niño eran los cromos de futbolistas. Nada se podía comparar con aquella baraja donde iban apareciendo los rostros de los héroes más auténticos. Porque no eran de ficción, sino de verdad: jugaban al fútbol cada domingo en los estadios de primera. Y poco me importaba que algunos formaran parte del Elche, F.C. o del Sabadell. Es más, mis héroes principales eran los del Pontevedra Club de Fútbol: me parecía insólito que una ciudad tan pequeña pudiese competir con Madrid o Barcelona. Algunas veces, además, me preguntaba por qué no podría hacer lo mismo la Deportiva si, a fin de cuentas, la población de Pontevedra y la de Ponferrada eran similares.
Lo que no podía ni imaginar es que un día iba yo a conocer, en persona, a un futbolista de los que salían en los cromos. Y aún mucho más asombroso fue saber que aquel jugador era hermano de mi tía Carmina Escobar, recién casada por entonces con mi tío, Celso López Gavela. Unos días después de conocer tan sensacional noticia, Narciso Escobar me esperaba en la casa de sus padres, que por entonces vivían en la calle Camino de Santiago. Mi emoción era tan intensa que más que caminar entre mi casa y la suya, que estaban muy cerca, yo sentí que iba flotando.
Escobar pasaba unos días en el Bierzo. Por entonces jugaba en el Real Murcia cuando ese club estaba en primera división. Yo tenía ocho o nueve años y no daba crédito a lo que estaba viviendo: que Narciso Escobar, paciente y cariñoso, me enseñara varios álbumes de fotos en los que él aparecía en diferentes lances futbolísticos. Algunas de esas fotos eran de su paso por el Real Club Celta, y en una de ellas aparecía jugando en el equipo vigués nada menos que en el Camp Nou. Yo estaba levitando, me costó mucho volver a la realidad. Entre otras cosas, para comer la magdalena que me ofreció su madre, que se llamaba Carmen, y que era de Congosto. Al terminar aquella mañana del paraíso, Escobar me regaló una foto dedicada. Una foto que aún guardo por ahí, en una caja de tesoros infantiles.
Tiempo después volvió a su tierra y se enroló en la Deportiva. Yo le vi jugar cada domingo en aquellas temporadas centrales de los años 60, formando parte de una delantera que llegó a marcar más de cien goles en sólo treinta partidos: Martínez, Escobar, Erviti, Tonino y Vela. De los cinco, Escobar era el más técnico. Un interior fino y solemne en el arranque de la jugada, pero que luego cambiaba de ritmo y se internaba raudo con el balón controlado. Sabía driblar muy bien y siempre levantaba la cabeza. Ese dato sorprendía mucho porque no era fácil ver a un jugador que se manejara así, con tanta seguridad, en el candente territorio del área. Escobar miraba a sus compañeros, y unas veces abría el balón a la banda y otras arriesgaba la aventura en solitario. También es cierto que algunas tardes, sobre todo si llovía, su juego tenía un punto de indolencia. Esa actitud lo hacía misterioso en el estadio, como si él estuviera, de verdad, en otro sitio.
Cuando se retiró del fútbol, regentó una zapatería para niños en la plaza del Cristo. Yo le saludaba siempre por la calle con un respeto más que reverencial. Pero lo que prefiero de su memoria son sus internadas rápidas, zigzagueantes, buscando el disparo bien colocado. Algunas veces era gol. Y para mí no había goles como los de Escobar, nunca más podría haberlos. Porque él me había contado muchas cosas del fútbol, para mí solo, en una mañana remota, que sigue muy viva en mi memoria. Porque los héroes que un día conocimos, ya siempre son inolvidables. Se quedaron a vivir en nuestro corazón.
CÉSAR GAVELA