Llegó al fin el 2018 y, quien más quien menos, empieza el año lleno de energía y dejando atrás
todas las cosas viejas que tenía el 2017, o por lo menos esa es la intención. Hay un dicho muy
común en la nueva espiritualidad que viene al caso: “Hay que dejar salir lo viejo para que pueda
entrar lo nuevo”. Aunque se suele usar más bien para referirse a aspectos internos relacionados con
el apego y con viejas creencias limitantes, la frase me viene bien para hablar de lo que quiero
hablar. Si el año nuevo trae nuevas energías, la nueva energía que me mueve hoy es la de bajar un
poco de las alturas, de ese lirismo que impregna mis textos y ponerme el traje de los cotidianos
temas que se tratan en la actualidad. Y ya que estamos con la energía pues voy a hablar de eso, de
energía, la energía que mueve a este valle de lamentos en que se ha convertido Laciana.
Laciana llora, llora mucho por el carbón, esa fuente de energía que durante tantos años tiñó al valle
de una negra, reluciente y por lo que se ha visto, fugaz prosperidad. Hay que agradecerle mucho al
carbón, sin ir más lejos yo soy un hijo del carbón. Mi padre fue uno de tantos inmigrantes
portugueses que fueron a dar a este valle atraídos por un trabajo que, aunque era muy duro,se
pagaba bien. Fue a parar a Villaseca, como tantos otros portugueses jóvenes y también como otros
tantos se acabó casando, y en eso fue el único, con la chica más guapa del pueblo. Y de ahí vinimos
primero mi hermano y luego yo, así que soy el primero en estar muy agradecido al carbón ya que,
aunque sea de manera indirecta, le debo la vida.
Toda mi generación, la del 78, creció a la sombra de esa montaña de la que no paraba de entrar y
salir gente y vagones, con esas sirenas que anunciaban el cambio de turno y con el angustioso
sonido de la ambulancia recorriendo el pueblo. Eran momentos en los que en casi todas las casas del
pueblo se encendía una luz, y las mujeres que tenían a sus hombres en el turno se sentaban en la
cocina a fumar y fumar mientras un frío escalofrío no paraba de bajarles por el espinazo, esperando
que no sonara el teléfono, que no las llamasen a casa, esperando y fumando torturadas por el
sufrimiento de la incertidumbre. También crecimos con la paradoja de ver como unos hombres
rudos, algunos como montañas de grandes, otros más secos y enjutos, pero todos duros como el
diamante más puro, salían a tomarse la cerveza de después del curro con los ojos aterciopelados por
la fina línea negra que el estilismo de la mina les dejaba. Y seguro que algunos, como es mi caso,
también crecieron al calor de la cocina de carbón y de las historietas que su padre contaba a toda la
familia sobre las cosas que le pasaban en el trabajo: que si menganito era muy fino picando, que si
tal vigilante era un gilipollas, que si zutanito posteaba muy bien y muy rápido…
Sí. Todos los que tuvimos un padre minero crecimos con esas historias, historias viejas que dan
calor al corazón cuando las recuerdas. Está muy bien recordar, nos enseña a saber de donde
venimos y porqué somos como somos. Pero no podemos vivir en la ilusión del pasado. Lo que nos
toca es vivir el presente. Mi padre ya murió, dentro de poco se cumple un año de su muerte. Lo he
llorado mucho y en silencio, bien lo sabe Dios, pero ya no está, ya se ha ido, y lo que es más
importante, yo lo he dejado marchar. Queda en mí su recuerdo pero no vivo en su recuerdo. Vivo en
mi presente, en la historia que me toca vivir, en los nuevos retos que se me presentan con sus
nuevas oportunidades aparejadas. Me toca ser padre y contar mis historias a mis hijas y a mis hijos,
que los tendré, de eso estoy seguro, pero serán otras historias, nuevas historias que algún día se
harán viejas, y la rueda de la vida seguirá girando, de lo nuevo a lo viejo y de lo viejo a lo nuevo,
infinitamente.
El carbón se nos muere y ya no de poquito a poco, se va a morir y nosotros lo vamos a ver. La vieja
historia llega a su fin, y las nuevas historias están ahí, diciéndonos ¡Hola, estamos aquí, cuéntanos
al mundo! Algunas ya se han presentado en forma de proyectos y, más recientemente, en forma de
becas. No tengamos miedo al mundo, no tengamos miedo al cambio, tenemos mucho que ofrecer y
muchas historias nuevas que contar y como dice la canción y el título de este artículo: “nada es más
simple, no hay otra norma, nada se pierde, todo se transforma”
“Nada se pierde, todo se transforma”
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