Sorprende cómo llega a la opinión pública occidental el actual conflicto de Hong Kong: una especie de rebelión democrática de los habitantes de ese territorio contra el poder chino, con paragüas amarillos o sin ellos, y con todos los matices que se quiera. Siendo en parte cierto, se suele revestir el conflicto de una especie de nostalgia de su época colonial; de su época británica tan cinematográfica como falsa y que tan bien saben transmitir los súbditos de Su Majestad.
Y sorprende esa visión porque ignora el fondo de la cuestión: la rapiña británica de ese territorio chino en 1842, mediante el Tratado de Nankín, que pone fin a la onerosa e injusta Primera Guerra del Opio con la derrota del Imperio Chino, clavando un rejón en el alma china, que de este modo sufre desde entonces una humillación muy difícil de asumir y de olvidar. A finales de ese siglo XIX, tras la Primera Guerra Chino-Japonesa en 1895, los países occidentales que habían apoyado a China exigieron a Gran Bretaña la devolución de Hong Kong y territorios aledaños, compromiso del que los británicos se escurrieron como siempre formalizando una especie de Contrato de Arrendamiento de los mismos –Nuevos Territorios les llamaron– por un periodo de 99 años que, como todo en esta vida y después de variadas precipecias, llegó a su fin.
La devolución de la soberanía de Hong Kong a China por parte de Gran Bretaña, que todos –bueno, los más mayorcitos– pudimos ver en 1997, aun disfrazada de tal boato que pudiera parecer lo contrario, que fue de admirar la ceremonia de cesión y los lloros de Chris Patten, a la sazón representante máximo de Su Majestad por esos lares.
Permítanme ustedes que reproduzca aquí una crónica de aquel mismo día 1 de julio de 1997 firmada por el periodista argentino Martín Granovsky en Página 12, venido ahora a alto cargo de la Cancillería Argentina dada su amistad con el presidente Alberto Fernández, como no podía ser menos, ya que, por desgracia, con seguridad no podré ofrecerles la crónica del día en que definitivamente Gran Bretaña arríe su bandera de Gibraltar:
“Esta medianoche, la Corona perdió su perla china. Lo hizo en una de las ceremonias más bellas que puedan recordarse para un acto internacional, con la escenografía apropiada, un fondo de gaitas e incluso cierta tenue, humana, pérdida de compostura: quien se cree dios fastidia; un semidiós hasta puede resultar enternecedor. A las doce menos cinco Chris Patten, el último gobernador inglés de Hong Kong, lloró mientras la bandera británica era arriada por última vez en la colonia más importante del Reino Unido. Tocaban ‘Britannia’, su himno. A las doce y dos minutos, como para que no quedara empastado un gesto con otro, seis soldados chinos de guante blanco y uniforme de gala izaron la bandera roja con una estrella amarilla. Sonó el himno. El presidente Jiang Zeming prometió respetar el acuerdo de ‘un país, dos sistemas’, por el cual Beijing esperará 50 años sin intentar que Hong Kong se convierta al comunismo. En la esquina de Saigon Street y Nathan Road, agobiado por el calor espeso de la madrugada, con 30 grados a la una y media y la lluvia del trópico, James Cheung, 47 años, nacido en Hong Kong, empleado de un fondo de pensión, dijo lo que todo el mundo sentía: ‘Uno no puede sacudirse la idea de que esto es la historia’.
Si el Imperio Británico terminó en 1947, con la independencia de la India, el retorno de Hong Kong a China marcó el último capítulo de la caída. Pero la sabiduría del servicio exterior de Su Majestad supo darle el tono exacto de grandeza al acto final de la decadencia. Sólo quedó fuera de control el rostro angustiado del príncipe Carlos, quien debió agregar la pena por la pérdida de la soberanía sobre Hong Kong a la zozobra diaria de despistar a los paparazzi encargados de perseguir al yate real en busca de su amante Camila Parker-Bowles.
Patten, en cambio, dejó que su mechón canoso le desarreglara la cara y que las lágrimas cayeran libremente al vacío cuando escuchó a las cuatro y media de la tarde la ‘Canción del adiós’ tocada por la banda militar frente a su residencia.
(…)
Margaret Thatcher, una de las invitadas a Hong Kong, reveló ayer a la BBC que en 1984 ella quiso extender el período de leasing de los territorios. ‘Después de los 99 años que vencen el 1997, ¿no podríamos extenderlo otros 50 años?’, preguntó a Deng Xiaoping en 1984. ‘No’, dijo Deng. ‘Si usted no firma el acuerdo yo puedo enviar tropas a Hong Kong esta misma tarde’. La dama firmó y, ese día, no fue de hierro. Con un crecimiento del 8 por ciento anual y un tentador mercado de 1200 millones de personas, China había recuperado parte del espacio perdido en 1842 y después de esa frase de Deng terminó enviando sus tropas con el consentimiento británico: ocurrió justamente ayer a la tarde, cuando soldados del Ejército Popular de Liberación cruzaron la frontera desde Senzen y una flota china se aprestaba a reemplazar a la Armada Real.
(…)
‘¿Qué puede cambiar, si yo no me meto en política?’, se pregunta, made in Argentina, el dueño de un negocio de electrónica en Canton Road. No hace falta que responda: tiene el comercio abierto en medio de los fuegos artificiales. Son las nueve menos veinte, según indican los relojes digitales programados en cuenta regresiva igual que el enorme reloj de la plaza Tian An Men. Faltan poco más de tres horas para que el príncipe Carlos diga ante cuatro mil invitados extranjeros y frente a los líderes chinos que confía en el pueblo de Hong Kong gobernando al pueblo de Hong Kong, y sólo cuatro horas y cuarenta minutos para que el príncipe y Patten zarpen en el yate real, el ‘Britannia’, en la última parábola del imperio marítimo más grande de la historia.”
Han pasado 23 años y a los restos británicos solamente le quedan 27 para salir definitivamente de Hong Kong. ¡Y eso gracias al incuestionable poder chino! que si no…
Juan M. Martínez Valdueza
31 de julio de 2020