El 14 de febrero, el día del amor por excelencia, se ha venido convirtiendo en los últimos tiempos en el día más empalagoso del año. Que se ve que si no quieres a alguien y lo gritas a los cuatro vientos (o lo publicas en tus cuatro perfiles de redes sociales) no es querer bien. Esa sobreexposición del amor ajeno nos convierte automáticamente a los ‘no tan queridos o querientes’ en perrillos abandonados a los que los amantes de Teruel miran por encima del hombro.
En esto, los de la generación de Disney lo tenemos doblemente complicado. A la presión de ver cómo pasan los años y sigues sin sentar la cabeza se suman las voces de tu interior que te susurran: “Vas a morir sola”. Mi madre lleva años advirtiéndome: ‘Yo a tu edad ya estaba casada y tenía a tu hermano. Bueno, y casi a ti’. Y a mí eso me hace recapacitar acerca de las relaciones que he tenido hasta el momento. ¿Eras tú el príncipe azul que yo soñé? Por propia experiencia diré que ningún varón, a lomos de un corcel ha venido a cantarme serenatas debajo de la ventana y yo se lo agradezco porque no habría acabado bien. Que vaya a buscarte a casa un desconocido roza el acoso y que me haga levantarme a media noche sólo despertaría mi ira.
Los dibujos han cultivado en nuestras mentes la idea de la persona ideal, la media naranja a la que hay que esperar o buscar incansable. Gracias que cada vez se montan más películas que hablan de la diversidad de amores y de que todos somos una naranja completa que puede decidir por sí misma qué relación quiere tener, si es que quieres tener alguna.