Hace una semana estaba paseando por Castrillo de los Polvazares. Hacía un mediodía muy agradable y era la mejor forma de prepararse para un cocido en casa de Maruja, en compañía de unos cuantos amigos, alguno de ellos médico. Una sobremesa larga, hasta la noche, compartiendo charla, copas, incluso música.
Ahora estoy en casa. Hace el mismo día de primavera adelantada, pero me acaba de llegar la última cifra del coronavirus: 130 muertos, 5.000 contagiados. Me acabo de enterar de que otro amigo está en cuarentena. Una comida de antiguos amigos de la época de la universidad prevista para hoy se ha anulado: no se atreven a venir a Madrid ante el riesgo de quedar confinados.
En una semana ha cambiado todo y, todavía despistados, intentamos entender una situación que no pensábamos vivir.
He ido a trabajar toda esta semana sin atascos, como si estuviera circulando a horas impropias. Al entrar me froto las manos con gel desinfectante, y limpio el teclado, el teléfono y la mesa con toallitas también desinfectantes. Estoy el tiempo necesario, intentamos mantener la nueva distancia correcta entre unos y otros y no me cruzo con el siguiente turno. La otra parte del equipo trabaja desde casa. A la facultad ya no voy, todo es a través del campus virtual, el correo electrónico y por videoconferencia. El último día que estuve era un edificio vacío, en silencio, con el fotograma de ‘Tesis’ de Amenábar pintado en la pared más amenazante que nunca. Me atreví a ir a la inauguración de una exposición y fui recibido como nunca. Los pocos que nos acercamos practicamos ese extraño baile que se produce ahora cuando no sabes si saludar o no, si quedarás mal no haciendo o esa persona es lo último que quiere, si lo correcto es hablar un poco separados o va a dar la impresión de que te quieres ir. Cenamos en un restaurante de la calle de moda, Jorge Juan, sin necesidad de reserva, estaba vacío.
Ahora ya todo está cerrado. Más de seis millones de personas en un radio de 50 kilómetros encerrados en sus casas. Solo los establecimientos de primera necesidad abren. Todos nos preguntamos qué se puede hacer y qué no. Los medios y las redes están inundadas de propuestas para pasar el fin de semana en casa: series, películas, lecturas, visitas virtuales a los museos… y otras más escatológicas. En esta sociedad de la abundancia y el exceso echamos en falta cosas que nunca hemos hecho cuando nos dicen que no son posibles. Para algunos está el recurso de los supermercados, esa fiebre por dejar vacíos los estantes. Vacío es la palabra: calles, bares, teatros, agenda…
Lo que no se vacía es el correo y el móvil. El aburrimiento se amortigua con mensajes continuos, el último chiste en forma de meme o vídeos que ya no sabes si abrir o no. Cuánto curandero virtual ha aparecido. Y consultas: tú qué vas a hacer, no soy capaz de trabajar en modo remoto, no me funciona la VPN, en tu empresa sí funciona el teletrabajo o estáis también así… creí que el teletrabajo era otra cosa, es peor, no hay manera de desconectar.
Por lo menos hemos aprendido a lavarnos las manos. Quizá, a recuperar algunas cosas que habíamos perdido y ahora vemos su valor. Y también, que somos más vulnerables de lo que pensábamos.
Ángel M. Alonso Jarrín
@AngelM_ALONSO