Ya estamos sin quererlo, imbuidos de nuevo en la enésima campaña electoral, en este caso para elecciones generales nacionales. Y en vez de ser la consabida «fiesta de la democracia» solo se encuentra un inmenso hartazgo hacia la política que padece la sociedad española. ¿Pero qué nos ha pasado, que de ser ejemplo de pacto, diálogo y conciliación, hemos pasado a inspirar una nueva crisis económica amenazante sobre nuestras cabezas? Eso por no hablar de la política como problema o como obstáculo para desenredar la marcha de todo un país.
Se puede llegar a entender que la política no guste a todo el mundo. Es más. No debe. Pero es uno de los temas favoritos de los ciudadanos para mal. La crítica y el descrédito de la clase política, la «casta» a la que ahora también pertenece quien calificó así a los representantes públicos electos, es hoy por hoy un ejemplo de rechazo unánime.
Injusto es creer que todos los políticos son unos inútiles interesados, como mentira es pensar que la política es algo que no debe existir para la felicidad y buena marcha de una nación. Lo que realmente está pasando es que hemos pasado de tener una generación política preparada, paciente, dialogante y sabedora de lo que cuesta mantener una democracia viva, a unos herederos del sistema que creen que todo viene hecho y que no se debe renunciar a los egos de liderazgo radicalizados. Egolatría como mensaje y actitud.
La intransigencia es norma en nuestros políticos. El liderazgo entendido como enrocamiento de posturas es costumbre adquirida. El bien común y el sentido de Estado vagan silentes como fantasmas por las instituciones públicas nacionales buscando alguien en quien cobijarse. Parece mentira que nuestros padres y abuelos lograron sellar las heridas de una guerra civil, pactar renunciando a parte de sus ideales con tal de llegar a eso que se llamó «consenso». ¿Acaso es imposible un pacto de Estado Partido Popular con el Partido Socialista ? Miedo daría a las minorías que nos tienen chantajeados.