PREMIOS MUJER 2024

Adelino Yebra

Adelino Yebra inventó un mundo. Y se dedicó a él, a ese reino nuevo y antiguo que instaló en su enorme casa palaciega de Villar de los Barrios. En cuanto al otro mundo, al que sucedía fuera de su domicilio, también le interesaba, pero cada vez menos. Cuando yo le conocí, en el verano de 1973, casi ya no le importaba nada.

Aparecí una tarde en su casa, en la zona alta del Villar. Me había acercado en bicicleta desde Ponferrada. Recuerdo un viaje feliz, rodeado de árboles y de campos con flores. Don Adelino era un gigante grueso, como una estatua. Se movía lento y ceremonioso, antiquísimo. Antes de enseñarme su museo, que era la cristalización de aquel mundo aparte, me dio un paseo por su casa, que parecía del medievo. Recuerdo un corredor en el piso alto que daba a un jardín de muchos edenes. Jardín descuidado, libre, lleno de encanto, y ya con las primeras sombras de la tarde. Luego iniciamos el recorrido por su colección, que ocupaba tres o cuatro estancias de aquel palacete viejo y algo desconchado. Antes de visitar la primera sala, enorme, vi una sombra delgada en la cocina, casi a oscuras, que me saludó sin hablar, alzando lentamente la mano. “¿Quién es?”, le pregunté a don Adelino, ya en el pasillo. “Mi hermano”, me respondió. Un hermano misterioso. También soltero, como mi anfitrión.

Antes de la guerra, don Adelino se hizo viajante y trabajó durante algunos años por Galicia. Allí compró, casi siempre a precios muy bajos, parte principal de su museo inefable y embarullado. Donde se exhibían excelentes bargueños y una colección completa de la vajilla de Sargadelos antigua, de mediados del siglo XIX, que según don Adelino, la pretendía nada menos que la mujer de Franco. Aunque él se resistía.

Don Adelino tenía muchas armas en su museo, donde convivían muy bien el valor y la notoria superchería. Una pistola, me dijo, era la que había matado a Girón, el gran guerrillero del maquis, nacido en el vecino pueblo de Salas. También tenía algunos cuadros; uno de ellos, firmado y pintado por el que luego sería almirante Carrero Blanco, hombre de la máxima confianza del dictador más desconfiado del mundo. Y que moriría en un atentado de la ETA pocos meses después de mi visita fascinada y también divertida. Porque el museo de don Adelino despertaba tanto la curiosidad como la risa. La curiosidad venía de muchos de sus objetos, y la risa venía de las explicaciones y quimeras que aquel gigante del Villar ofrecía a sus visitantes. Yo recuerdo que hice el número ocho mil y pico. Tenía una lista de todos los que habíamos pasado por allí. Ocho mil no eran tantos en treinta años de vigencia de su museo, pero tampoco estaba mal.

Me habló don Adelino de la visita de Fraga Iribarne. Y de otras gentes ilustres, que he olvidado. Me habló de su amor por el Bierzo. Y me dijo, generoso, que todos los bercianos éramos “nobles y buenos”. En todo caso, lo que más me desconcertó de aquel encuentro, en el que don Adelino desplegó toda su pasión y también, en ocasiones, su gran capacidad fabuladora, fue cuando me dijo, sincerándose conmigo: “A mí lo que más me hubiera gustado en la vida es haber sido gallego”. Aunque luego añadió: “pero ser berciano también me gusta. Y, además, gallegos y bercianos somos hermanos”.

Después de la visita, don Adelino me invitó a comer jamón y cecina, que luego supe que había sido cortada pacientemente por su hermano silencioso en la cocina. Y me despidió desde la calle con mucho cariño; aún lo recuerdo diciéndome adiós a punto yo de subir a la bicicleta para regresar, casi oscureciendo, a Ponferrada. El choque con la ciudad fue grande, porque era real, conocida y ruidosa. Y yo venía de un lugar de cuento. Que era más verdad que el asfalto y los comercios.

CÉSAR GAVELA

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